viernes, junio 12, 2009

Los Cuatro Perdones

Hay cuatro perdones con los que necesitamos trabajar para sanear nuestra vida íntima.


Desde hace años mucho se habla básicamente de dos. Quisiera enunciar a los cuatro. Pero antes deseo aclarar que el perdón no es un acto: es un proceso. O sea: no es posible perdonar desde la voluntad; desde la voluntad lo que sí podemos es elegir cultivar ese proceso, sabiendo que si no lo hacemos una porción de nuestra vida permanecerá infectada, inflamada, y cada vez que algo la toque, dolerá.


No podemos, entonces, decidir “Te perdono”. Pero sí podemos decidir colaborar conscientemente con ese proceso. Este trabajo psicológico, sin embargo, es sólo una parte. La otra es que, a medida que sostenemos en el tiempo la intención de cultivar el perdón, algo nuclear de nuestro Inconsciente (nuestra Esencia, nuestro Sí Mismo) a su vez trabaja subterráneamente para que el perdón acontezca.


Sí: la médula del perdón deviene de una instancia interna superior. Por eso se llama per-don: es un don que viene desde algo muy hondo (en inglés, forgive, siendo que to give no sólo es dar, sino también consagrar, o sea: con-sagrar). De manera que decidir perdonar implica:


a) disponerse a hacer, humanamente, nuestra parte en ese proceso,

b) y también a pedir a esa instancia interna (como en una oración) que tenga a bien desplegar eso más sutil que, desde nuestro psiquismo limitado, no podemos ejecutar.


Así, cuando el perdón adviene y sentimos la herida limpia, es porque muy dentro han convergido nuestro trabajo psicológico intencional y el trabajo de nuestro Sí Mismo (sin el cual el perdón no acontece).


Esto toma tiempo; y perdonar no significa aceptar que el dañador nos siga dañando, o que retorne a nuestra vida si lo hemos expulsado: implica que esa persona ya no ocupe tanto espacio dentro de uno. De modo que no se trata sólo de “ser magnánimo con quien nos hirió”, sino de des-enquistar al otro del enorme lugar que ocupa cuando una herida no ha cicatrizado. Ése es el primer perdón. Pero hay tres más.


El segundo es el que refiere a pedir perdón (tarea indispensable en el propio proceso evolutivo): revisar nuestra historia y el día a día, determinando a quiénes hemos lastimado. Por torpeza, por inmadurez, por ignorancia, por egoísmo... Una vez detectados a conciencia estos actos incisivos, será necesario ofrecerle al otro, -si aún es posible-, nuestro reconocimiento del error: ayudarle a que despliegue el proceso de su primer perdón, pues ese proceso es más fluido si el heridor se hace cargo de la herida frente al herido. Éste también es un acto liberador, ya sea que nos brinden la disculpa o no (y debemos estar preparados para lo último, con coraje y dignidad).


Del tercer perdón también se habla mucho: perdonarse a sí mismo por el daño causado a otros. Pero al cuarto no se lo menciona, y quiero destacarlo: en un momento de soledad, de quietud, a corazón abierto, pedirse perdón a sí mismo.

Pues en muchos aspectos de nuestra vida hemos sido el heridor y el herido: nos hemos despreciado, nos hemos saboteado, nos hemos exigido hasta agotarnos, nos hemos expuesto al abuso reiterado de otros heridores, sin brindarnos cuidado ni afecto.... (Incluiría en ello el pedirle perdón a nuestro cuerpo, pues con frecuencia ha sido lastimado por nuestras actitudes hacia él.)


Si no nos disponemos a transitar este cuarto perdón, los otros tres por sí mismos no alcanzarán a cerrar los círculos abiertos, dado que cada uno de los cuatro perdones dinamiza el proceso de los otros tres, necesitándose recíprocamente.


Pedirse perdón es un acto de amistad consigo mismo, tal como lo haríamos en el segundo perdón con cualquier ser querido. Y.. ¡necesitamos ser para con nosotros mismos un ser querido! El único con el que conviviremos hasta el fin de nuestros días (y más). Recordando también que, como dijo el gran Jung: “Nadie puede relacionarse con otro mientras no se relacione primero consigo mismo”.

Pensamiento

"Cada fracaso le enseña al hombre algo que necesitaba aprender"


Charles Dickens

miércoles, junio 10, 2009

Lo que pesa un vaso de agua

Comparto un envio de Clara Amada Benítez

Un conferencista hablaba sobre el manejo de la tensión. Levantó un vaso con agua y preguntó al auditorio:

- ¿Cuánto creen ustedes que pesa este vaso con agua?

Las respuestas variaron entre 20 y 500 gramos. Entonces el conferencista comentó:

- No importa el peso absoluto. Depende de cuánto tiempo voy a sostenerlo.

Si lo sostengo por un minuto, no pasa nada.

Si lo sostengo durante una hora, tendré un dolor en mi brazo.

Si lo sostengo durante un día completo, tendrán que llamar una ambulancia.

Pero es exactamente el mismo peso, pero entre más tiempo paso sosteniéndolo, más pesado se va volviendo.

Si cargamos nuestros pesares, rencores u odios todo el tiempo, luego, más temprano o más tarde, ya no seremos capaces de continuar, la carga se irá volviendo cada vez más pesada y entonces viene la desesperación y la falta de deseos de vivir.

domingo, junio 07, 2009

Sobre Gobernantes y Otras Yerbas...

Un articulo de Andrés Malamud nos hace reflexionar sobre la clase de gente que puede tomar posiciones de poder... y que pueden resultarnos muy cercanas...

Las personas se dividen en cuatro grupos: los inteligentes, los estúpidos, los crédulos y los bandidos.

La clasificación pertenece a Carlo Cipolla, un gran historiador italiano cuyo humor no era inferior a su conocimiento.

Cuando observamos la política cotidiana creemos encontrar a dos de estos grupos:

* los crédulos, que pueblan los padrones electorales
* los bandidos, que integran las listas de candidatos

Sin embargo, diría Cipolla, si esta imagen fuera fiel a la realidad estaríamos mucho mejor.

El problema son los estúpidos.

Los cuatro grupos se definen en función de que sus acciones beneficien a los demás o a sí mismos.

  1. Los crédulos actúan de forma altruista, favoreciendo a otros a costa de su propio perjuicio.
  2. La acción de los inteligentes, en cambio, los beneficia a ellos pero también a los demás.
  3. Los bandidos damnifican a otros con tal de obtener provecho propio.
  4. Los estúpidos, por fin, son los más peligrosos: perjudican a los demás pero sin obtener con ello ninguna ventaja, o incluso embromándose en el camino.

La investigación histórica le permitió a Cipolla establecer una serie de leyes fundamentales respecto a la estupidez humana.

  1. La primera afirma que el número de estúpidos en circulación es siempre e inevitablemente subestimado.
  2. La segunda es profundamente democrática: la probabilidad de que una cierta persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona.
En otras palabras, hay gente de este tipo en cualquier grupo étnico, sexual o partidario y en todos los niveles de riqueza, cultura y gobierno.

Leyes ulteriores indican que asociarse con personas de esta característica termina siempre mal, porque el estúpido es peor que el bandido.

La diferencia reside en que el segundo está consciente de su condición, y por lo tanto puede ser disuadido de provocar perjuicio.

El impacto de la estupidez aumenta a medida que su portador se eleva en la pirámide del poder. Y tal elevación, señala el estudio, es más frecuente en las sociedades en decadencia, pero no porque haya mayor cantidad de estúpidos (ya que ese número es constante) sino porque su activismo se incrementa en el mismo grado que la permisividad ajena.

¿Cómo podemos saber cuando un político es bandido o estúpido? (ya que si fuera inteligente no habría que preocuparse y si fuera crédulo no sería político).
Es difícil darse cuenta por anticipado.

Pero es factible evaluarlo a posteriori para, aprendiendo de la experiencia, evitar reiterarla.
Y, dado que la dirigencia argentina se mantiene homogéneamente fiel a la tradición de perjudicar a los demás, deberemos considerar estúpidos a aquellos representantes que se hayan infligido un daño mayor que el beneficio recaudado.

El objetivo individual de los hombres públicos --exceptuando pulsiones más freudianas que no vienen al caso-- puede sintetizarse en dos palabras: fama y dinero.
Esto incluye a los hombres rectos que entienden a la fama como consecuencia colateral de sus buenas acciones y al dinero como un medio para hacer el bien.
La capacidad de enriquecerse y pasar a la historia, evitando mientras tanto la prisión, puede considerarse entonces como el dictamen final sobre la naturaleza de un político.

¿Cuántos presidentes, en las últimas décadas, superaron esta prueba?
¿Cuántos pueden caminar por la calle, aupados por el calor popular, y declararse satisfechos con lo que ganaron o lo que legaron?
Si la respuesta es pocos, el diagnóstico es estupidez.
Dejemos entonces de culpar a los bandidos: con ellos, inferiría Cipolla, estaríamos mejor.